sábado, 14 de noviembre de 2015

Volvió

Volvió de nuevo esta noche.

No se molestó en tocar gentilmente la puerta, en vez de eso la tiró abajo provocando un ruido tremendo. Nuestros corazones latían al compás del miedo. Uno por uno fue señalándonos con su mano fría y sucia: uno, dos, tres, sesenta. No le importaba, el sufrimiento era su salvación, los gritos de dolor y los llantos ajenos le prometían la más dulce de las vidas; cada lágrima, una victoria y si cupiese algún suspiro, sería una derrota. Se sentó en nuestra silla y se quedó pensando, Dios sabe en qué y quizás gracias a él, paró por un momento.

Lo bueno duró poco, apenas unos minutos. Se levantó y me apuntó con su dedo largo y puntiagudo. Lo vi temblar y después... Después... No lo recuerdo bien... ¿Qué pasó después? Tenía su uña entre mis cejas y luego... No sé qué pasó luego. Es posible que... ¡No! Cojo el móvil y... No me puedo concentrar, ¿qué se supone que iba a hacer con esto? ¿Dónde están los demás? ¿Papá? ... Espera, ¿qué ha pasado? Estoy totalmente confundido y... ¿Eh? Estoy nadando... El agua es roja y su olor no es el típico salado como acostumbra en la playa, sino que es más bien metálico... Puedo ver algo... Veo... Veo una torre... ¿Mi torre? ¿La torre Eiffel? Está apagada y no hay nadie. Suele haber siempre mucha gente pero hoy... Siento algo detrás de mí. ¿Una bala? Tiene mi nombre. Entonces estoy muerto. Nunca pensé que sería tan rápido y de esta manera. Quiero llorar pero no puedo derramar ni una lágrima. No puedo cambiar la expresión de mi cara, tengo los ojos muy abiertos y una lúgrube expresión de sorpresa. Algo dentro de mí se apaga... ¿Qué se está apagando? La central se inundó con la sangre del reactor. Se para. Cada vez late más lento. La cuenta atrás de mi vida... ¿Es ahora el momento de conocer a Dios? ¿Eran todas esas cosas verdad? ¿Dónde está esa luz de la que todos hablan? ¿Estará allí la abuela?

Tres.

Dos.

No, espera. Aún tengo algo que hacer... Mamá, papá, no me he despedido de vosotros... Mi perr...

Uno.

...

Cayó la luz de la vida. Su muerte sonó como suena una botella de vino al caer al asfalto en una noche fría de invierno. Para colmo, un camión despreocupado le pasó por encima con sus grandes ruedas. Los pedazos se hicieron todavía más pequeños de lo que ya eran, pero aún brillaban al recibir la luz cariñosa de la luna, que relucía ese día como nunca antes lo había hecho. En ella se proyectaron los sueños, los planes, los recuerdos y los besos de alguna persona.


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